
La nave espacial se encontraba muy lejos de casa, más allá de la órbita del
planeta más exterior y muy por encima del plano de la eclíptica, una superficie
plana imaginaria, algo así como una pista, en la que generalmente se hallan
confinadas las órbitas de los planetas. La astronave se alejaba del Sol a 65000
kilómetros por hora. Pero a principios de febrero de 1990 recibió un mensaje
urgente de la Tierra.
Obediente, modificó la orientación de sus cámaras, dirigiéndolas hacia los
planetas ahora distantes. Tras girar su plataforma de exploración científica de un
lugar del cielo a otro, captó sesenta imágenes y las almacenó, digitalizadas, en su
cinta registradora. Luego, lentamente, en marzo, abril y mayo, fue radiando los
datos hacia la Tierra. Cada imagen estaba compuesta de 640000 elementos
individuales (pixels), como los puntos que aparecen en una foto impresa o en un
cuadro puntillista. La nave espacial se encontraba a seis mil millones de
kilómetros de la Tierra, tan lejos, que cada pixel tardaba cinco horas y media,
viajando a la velocidad de la luz, en alcanzarla. Las imágenes podían haber sido
reintegradas antes, pero los grandes radiotelescopios ubicados en California,
España y Australia que reciben estos susurros procedentes de los bordes del
sistema solar tenían responsabilidades con otras naves que surcan el océano
espacial, entre ellas la sonda Magallanes, en dirección a Venus, y Galilea, en
tortuoso viaje hacia Júpiter.
El Voyager 1 se encontraba tan por encima del plano de la eclíptica porque, en
1981, se había aproximado mucho a Titán, la luna gigante de Saturno. Para su nave
hermana, el Voyager 2, fue programada una trayectoria distinta dentro de dicho
plano, y pudo así llevar a cabo sus celebradas exploraciones de Urano y Neptuno.
Los dos robots Voyager han investigado cuatro planetas y casi sesenta lunas.
Constituyen notables triunfos de la ingeniería humana y se cuentan entre las
glorias del programa espacial norteamericano. A buen seguro ambas figurarán en
los libros de historia cuando muchas otras cosas de nuestro tiempo hayan quedado
relegadas al olvido.
El buen funcionamiento de los Voyager sólo estaba garantizado hasta que
efectuaran su encuentro con Saturno. Se me ocurrió que podía ser una buena idea
que, una vez se hubiera producido, echaran un último vistazo en dirección a la
Tierra. Yo sabía que desde Saturno la Tierra se vería demasiado pequeña como
para que el Voyager pudiera percibir detalles. Nuestro planeta aparecería como un
mero punto de luz, un pixel solitario, apenas distinguible de los otros muchos
puntos de luz visibles, planetas cercanos y soles remotos. Pero precisamente por la
oscuridad de nuestro mundo puesta así de manifiesto, podía valer la pena
disponer de esa imagen.
Los navegantes dibujaron esmerados mapas de las líneas costeras de los
continentes. Los geógrafos tradujeron esos hallazgos a mapas y globos terráqueos.
Fotografías de pequeños trozos de la Tierra fueron tomadas primero desde globos
y aviones, luego por cohetes en breves vuelos balísticos y, finalmente, por naves
espaciales puestas en órbita, que ofrecen una perspectiva como la que se consigue
observando un gran globo terráqueo a tres centímetros de distancia. Si bien a casi
todos nosotros nos han enseñado que la Tierra es una esfera a la que, en cierto
modo, estamos pegados por la fuerza de la gravedad, no empezamos a darnos
verdadera cuenta de la realidad de nuestra circunstancia hasta ver la famosa foto
de gran cobertura que la nave Apolo tomó de la esfera terrestre, la que obtuvieron
los astronautas del Apolo 17 en el último viaje del hombre a la Luna.
Esa imagen se ha convertido en una especie de icono de nuestra época. En ella
aparece la Antártida, que americanos y europeos tan rápidamente consideran el
punto más inferior, y luego todo el continente africano extendiéndose hacia arriba:
puede verse Etiopía, Tanzania y Kenya, donde vivieron los humanos primitivos.
Arriba, a la derecha, se vislumbra Arabia Saudí y lo que los europeos llaman el
Próximo Oriente. En la porción superior, sobresaliendo apenas, se encuentra el mar
Mediterráneo, a orillas del cual emergió una parte importante de nuestra
civilización global. Se distingue también el azul del océano, el color rojo
amarillento del Sahara y del desierto árabe, el verde pardo de bosques y prados.
Pero no hay rastro de los humanos en esa foto; tampoco de la remodelación de
la superficie de la Tierra que nuestra especie ha llevado a cabo, de nuestras
máquinas o de nosotros mismos: somos demasiado pequeños y nuestra
organización política demasiado débil para ser captados por una nave espacial
situada a caballo entre la Tierra y la Luna. Desde esa posición no se percibe
ninguna evidencia de nuestra obsesión por el nacionalismo. Las imágenes de la
Tierra obtenidas por el Apolo transmitieron a las multitudes algo de sobra conocido
para los astrónomos: a la escala de los mundos —por no mencionar a estrellas o
galaxias—, los humanos somos insignificantes, una fina película de vida sobre un
oscuro pedazo de roca y metal.
Me pareció que otra instantánea de la Tierra, esta vez desde una distancia cien
mil veces superior, podía ser útil en el constante proceso de revelarnos a nosotros
mismos nuestra verdadera circunstancia y condición. Los científicos y filósofos de
la antigüedad clásica habían comprendido correctamente que la Tierra es un mero
punto en la inmensidad del cosmos, pero nadie la había visto nunca como tal. Esa
era nuestra primera oportunidad (y quizá también la última en décadas y
décadas).
Eran muchos los que apoyaban el proyecto Voyager en la NASA. Pero desde el
sistema solar exterior la Tierra está situada muy cerca del Sol, como una polilla
cautiva alrededor de una llama.
¿Debíamos aproximar tanto la cámara al Sol y arriesgarnos a que se quemara el
sistema vidicón de la sonda espacial? ¿No sería mejor esperar a que hubiera
tomado todas las instantáneas científicas —las de Urano y Neptuno—, si es que la
nave lograba conservarse todo ese tiempo?
Así pues esperamos —y resultó bien—, desde 1981 en Saturno y 1986 en Urano,
hasta 1989, en que ambas sondas hubieron pasado las órbitas de Neptuno y Plutón.
Por fin llegó el momento. Sin embargo, primero era necesario efectuar una serie de
calibraciones instrumentales, y aguardamos un poquito más. A pesar de que las
naves se encontraban en las posiciones correctas, su instrumental funcionando a la
perfección y ya no había más fotos que tomar, algunos miembros del personal se
mostraron contrarios a llevarlo a cabo. Aquello no tenía nada que ver con la
ciencia, adujeron. Luego descubrimos que, en una NASA agobiada por los
problemas económicos, los técnicos que diseñan y transmiten las órdenes por radio
a los Voyager iban a ser despedidos de inmediato o transferidos a otros puestos. Si
realmente querían tomarse esas imágenes, debía hacerse en ese preciso momento.
En el último minuto —de hecho se produjo en mitad del encuentro del Voyager 2
con Neptuno—, el entonces responsable de la NASA, el contralmirante Richard
Truly, intervino y se aseguró de que se realizara el trabajo. Los científicos
espaciales Candy Hansen, del Laboratorio de Propulsión a Chorro (JPL) de la
NASA, y Carolyn Porco, de la Universidad de Arizona, diseñaron la secuencia de
órdenes y calcularon los tiempos de exposición de la cámara.
De modo que aquí están, un mosaico de cuadrados colocados sobre los planetas
y un esbozo de lo que son las estrellas más distantes. No sólo fue posible
fotografiar la Tierra, sino también cinco de los nueve planetas conocidos del Sol.
Mercurio, el más interior, se hallaba perdido en medio del deslumbrante
resplandor solar, mientras Marte y Plutón eran demasiado pequeños, estaban
escasamente iluminados y excesivamente alejados. Urano y Neptuno son tan
oscuros, que registrar su presencia requirió largos periodos de exposición; por
consiguiente, esas imágenes quedaron borrosas a causa del movimiento de la nave
cósmica. Ese es el aspecto que ofrecerían los planetas a un vehículo espacial
extraterrestre que se acercase al sistema solar tras un largo viaje interestelar.
Desde la distancia, los planetas parecen sólo puntos de luz, con manchas o sin
ellas, incluso a través del telescopio de alta resolución instalado a bordo del
Voyager. Son como los planetas observados a simple vista desde la superficie de la
Tierra, puntos luminosos más brillantes que la mayoría de estrellas. Por espacio de
unos meses, nuestro planeta, al igual que los demás, da la sensación de flotar entre
las estrellas. Con sólo mirar uno de esos puntos no somos capaces de decir lo que
alberga, cuál ha sido su pasado y si, en esta época concreta, vive alguien allí.
Como consecuencia del reflejo de la luz solar de la nave hacia la Tierra, ésta
parece envuelta en un haz de luz, como si ese pequeño mundo tuviera algún
significado especial. Pero se trata solamente de un accidente achacable a la
geometría y a la óptica. El Sol emite su radiación equitativamente en todas
direcciones. Y si la imagen hubiera sido tomada un poco antes o un poco después,
no habría habido haz de rayos solares que iluminara la Tierra.
¿Y por qué ese color azul celeste? El azul procede en parte del mar y en parte del
cielo. Dentro de un vaso, el agua es transparente y absorbe ligeramente más luz
roja que azul. Pero si lo que hay son decenas de metros de ese elemento o más, éste
absorbe toda la luz roja y lo que se refleja de vuelta al espacio es el azul. Del mismo
modo, a corta distancia, a través del aire, el objeto se ve transparente. No obstante
—y eso es algo que Leonardo da Vinci explicó a la perfección—, cuanto más
distante se encuentra, más azul parece. ¿Por qué? Ello es debido a que el aire
dispersa mucho mejor la luz azul que la roja. Por ello, el matiz azulado de ese
puntito es debido a su espesa pero transparente atmósfera y a sus profundos
océanos de agua líquida. ¿Y el blanco? En un día normal, la Tierra aparece medio
cubierta de blancas nubes de agua.
Nosotros somos capaces de explicar ese azul pálido que presenta nuestro
pequeño mundo porque lo conocemos bien. Sin embargo, es menos probable que
un científico extraterrestre, recién llegado a los aledaños de nuestro sistema solar,
fuera capaz de deducir la existencia de océanos, nubes y una atmósfera densa.
Neptuno, por ejemplo, es azul, pero fundamentalmente por razones distintas.
Desde esa posición tan alejada puede parecer que la Tierra no reviste ningún
interés especial.
Pero para nosotros es distinta. Echemos otro vistazo a ese puntito. Ahí está. Es
nuestro hogar. Somos nosotros. Sobre él ha transcurrido y transcurre la vida de
todas las personas a las que queremos, la gente que conocemos o de la que hemos
oído hablar y, en definitiva, de todo aquel que ha existido. En ella conviven
nuestra alegría y nuestro sufrimiento, miles de religiones, ideologías y doctrinas
económicas, cazadores y forrajeadores, héroes y cobardes, creadores y destructores
de civilización, reyes y campesinos, jóvenes parejas de enamorados, madres y
padres, esperanzadores infantes, inventores y exploradores, profesores de ética,
políticos corruptos, superstars, «líderes supremos», santos y pecadores de toda la
historia de nuestra especie han vivido ahí... sobre una mota de polvo suspendida
en un haz de luz solar.
La Tierra constituye sólo una pequeña fase en medio de la vasta arena cósmica.
Pensemos en los ríos de sangre derramada por tantos generales y emperadores con
el único fin de convertirse, tras alcanzar el triunfo y la gloria, en dueños
momentáneos de una fracción del puntito. Pensemos en las interminables
crueldades infligidas por los habitantes de un rincón de ese pixel a los moradores
de algún otro rincón, en tantos malentendidos, en la avidez por matarse unos a
otros, en el fervor de sus odios.
Nuestros posicionamientos, la importancia que nos auto atribuimos, nuestra
errónea creencia de que ocupamos una posición privilegiada en el universo son
puestos en tela de juicio por ese pequeño punto de pálida luz. Nuestro planeta no
es más que una solitaria mota de polvo en la gran envoltura de la oscuridad
cósmica. Y en nuestra oscuridad, en medio de esa inmensidad, no hay ningún
indicio de que vaya a llegar ayuda de algún lugar capaz de salvarnos de nosotros
mismos.
La Tierra es el único mundo hasta hoy conocido que alberga vida. No existe otro
lugar adonde pueda emigrar nuestra especie, al menos en un futuro próximo. Sí es
posible visitar otros mundos, pero no lo es establecernos en ellos. Nos guste o no,
la Tierra es por el momento nuestro único hábitat.
Se ha dicho en ocasiones que la astronomía es una experiencia humillante y que
imprime carácter. Quizá no haya mejor demostración de la locura de la vanidad
humana que esa imagen a distancia de nuestro minúsculo mundo. En mi opinión,
subraya nuestra responsabilidad en cuanto a que debemos tratarnos mejor unos a
otros, y preservar y amar nuestro punto azul pálido, el único hogar que
conocemos.
Carl Sagan: Un Punto Azul Pálido